Publicado: Guatemala, 8 de agosto del 2025
¿Seguridad o servidumbre? Jorge Jacobs advierte cómo las reformas constitucionales en El Salvador desmantelan los contrapesos democráticos y preparan el camino hacia una dictadura.
El pasado 31 de julio, mientras muchos salvadoreños planificaban sus vacaciones agostinas, la Asamblea Legislativa de El Salvador despachó, en un trámite exprés, el fin de la república, como la conocían. La mayoría casi total oficialista aprobó un paquete de reformas constitucionales que permiten la reelección presidencial indefinida, extienden el período de cinco a seis años y eliminan la segunda vuelta electoral. Es la crónica de un desmantelamiento anunciado, ejecutado con precisión para consolidar el poder en una sola figura: Nayib Bukele.
El presidente Bukele defiende estas acciones con una retórica astuta. Afirma que “el 90 por ciento de los países desarrollados permiten la reelección indefinida” y que distinguir entre sistemas presidenciales y parlamentarios es un mero “tecnicismo”. Esta es una falacia peligrosa. La diferencia es fundamental. En los sistemas parlamentarios, el poder del primer ministro emana de la confianza del parlamento y puede ser revocado en cualquier momento. Además, generalmente están separadas las funciones de jefe de gobierno con la del jefe de Estado. En un sistema presidencialista como el salvadoreño, sin el freno de la prohibición reeleccionista, la concentración de poder es casi inevitable. La historia latinoamericana lo confirma: presidencialismo y reelección indefinida es la receta para la dictadura.
Las acciones de Bukele no son erráticas; son un cálculo racional para alterar las reglas del juego a su favor. La Constitución, que debería ser un escudo para los ciudadanos, limitando el poder de los funcionarios, se ha convertido en una herramienta para el gobernante. Se trata de un caso monumental de “búsqueda de rentas”, donde el partido gobernante captura el proceso legislativo para asegurarse el poder perpetuo a costa de los ciudadanos.
El argumento de la “soberanía” es igualmente engañoso. Bukele alega que las críticas se deben a que un “país pequeño y pobre” se atreve a decidir por sí mismo. Pero, como advirtió Friedrich Hayek en Camino de Servidumbre, para que el totalitarismo avance, es necesario vaciar a las palabras de su significado. La soberanía reside en el pueblo para limitar al gobierno, no en el gobierno para liberarse de toda restricción. Al eliminar los contrapesos, un gobernante no ejerce la soberanía popular, la usurpa. La popularidad, aunque innegable y cimentada en la mejora de la seguridad, no puede ser un cheque en blanco para aniquilar la libertad.
Lo que se está construyendo en El Salvador no es nuevo. Es un eco de la “dictadura perfecta” del PRI en México, solo que peor, la “dictadura cool” está centrada en una persona, no en un partido. Un partido hegemónico, mandatos largos que reducen la rendición de cuentas (sexenios) y un sistema electoral sin segunda vuelta que permite ganar con una minoría ferviente mientras la oposición está fragmentada. El resultado de ese experimento histórico lo conocemos: corrupción sistémica, crisis económicas y represión. Si el diseño institucional es el mismo, es lógico esperar similares consecuencias devastadoras.
La libertad económica es indispensable para la libertad política, pues crea centros de poder independientes del Estado. El régimen de Bukele fusiona el poder político y el económico, haciendo casi imposible la disidencia. ¿Qué inversionista arriesgará su capital en un país donde las reglas se cambian por decreto y no hay un poder judicial independiente que garantice los contratos? Ahorita, probablemente todavía pase lo que sucedió en Nicaragua hace unos años, donde empresarios ingenuos creyeron que podían prosperar bajo la mano de los tiranos en ciernes. Pero la seguridad sin libertad es la paz de la prisión, y el camino a la servidumbre política es, inevitablemente, el camino a la pobreza económica.