Publicado: Prensa Libre/ 3 de octubre del 2025
¿Propiedad o impunidad? Jorge Jacobs explica cómo el fracaso del Estado en proteger la propiedad privada ha convertido las usurpaciones en un negocio lucrativo, donde criminales y burócratas encuentran incentivos para no aplicar la ley.
El informe más reciente de la Asociación en Defensa de la Propiedad Privada (Acdepro) revela una cifra alarmante que debería indignarnos como sociedad, pero que hemos aceptado con resignación: de 13 mil 245 denuncias por usurpación entre 2020 y 2025, solo 99 terminaron en desalojo. ¡Esto es un 0.75% de efectividad! Eso implica 99.25% de impunidad asegurada. ¡Es el paraíso de los delincuentes! Si fueran ladrones de bancos, quiere decir que podrían robar 132 bancos antes de tener posibilidades de que los atrapen.
Seamos honestos: la crisis de las usurpaciones no es un “problema social complejo”, es el fracaso total del Estado en su función más básica y la razón de su existencia: la protección de la propiedad privada. La propiedad privada no es un capricho burgués; es el pilar del progreso, de la libertad y el orden espontáneo que nos permite a todos prosperar.
Pero hay que entender que, por mucho que nos lo parezca, el sistema no está roto; funciona exactamente como está diseñado. El problema no nace de la falta de leyes. La Constitución garantiza el derecho de propiedad y el Código Penal sanciona la usurpación. El problema se llama incentivos. La parálisis entre el Ministerio Público, el Organismo Judicial y la Policía Nacional Civil no es casual. Para un fiscal o un jefe de Policía, llevar a cabo un desalojo tiene unos costos potenciales muy elevados: violencia, cobertura de prensa desfavorable, acusaciones de violación de derechos. Mientras que, por el otro lado, no hacer nada no tiene ninguna consecuencia. No existen métricas públicas de eficiencia ni penalizaciones por su ineficiencia. La estrategia racional, en ese cálculo de costo-beneficio, es no hacer nada.
En ese mercado de la injusticia ha surgido toda una “industria del despojo”. Por un lado, actúan los violentos, para quienes la tierra es un factor estratégico para sus negocios. Por el otro, los ideólogos, quienes dan la cobertura retórica para convertir un crimen en una “causa social”. Las usurpaciones sirven como infraestructura logística encubierta. No hablamos de “reivindicación ancestral”, hablamos de un negocio que mezcla coerción criminal con cobertura ideológica. Unos ponen la fuerza, otros el relato. Ambos cobran y la cuenta la pagan el propietario honrado y el trabajador que pierde su salario.
La burocracia transformó el cumplimiento de una orden judicial en una carrera de obstáculos. Se multiplicaron protocolos, mesas y “coordinaciones” que no coordinan nada. Cualquier actor con poder de veto paraliza la ejecución. Se privilegia un procedimiento interminable sobre el derecho vulnerado. Y, para rematar, se normalizó el uso de “escudos humanos” que convierten el cumplimiento de la ley en una coreografía de culpabilidad invertida: la víctima debe disculparse por exigir justicia.
La salida exige reformar incentivos, no engordar ministerios. Con tres cambios sencillos se puede enmendar el camino. Primero, un protocolo único y vinculante de desalojo con tres tiempos perentorios —investigación, orden, ejecución— y responsabilidad personal por incumplimiento. El plazo se cumple o el funcionario responde. Segundo, métricas públicas mensuales para todos los involucrados: denuncias recibidas, órdenes solicitadas y emitidas, desalojos ejecutados, tiempos promedio, clasificaciones por departamento. Sin tablero, no hay cuentas. Tercero, sanciones reales a usurpadores, autores intelectuales y financistas, con reparación integral de daños. Si el delito deja de pagar, el delito disminuye.
Si no defendemos el derecho de propiedad, la libertad de todos se acaba. La certeza jurídica no es una exigencia empresarial, es la condición sine qua non para la inversión, el trabajo y, en última instancia, para la civilización.